El principio de supervivencia está basado, entre otras cosas, en la certeza de que si mueres, se acaba todo. O como mínimo en la incertidumbre que gira alrededor del más allá. Si la vida tiene un significado por defecto, que si hay que ganarlo con nuestros actos, o si la trascendencia es innecesaria, es una premisa que no califica ni como trigger de debate aburrido. Al final es cuestión de perspectivas y cada alternativa satisface en mayor o menor medida a una u otra persona. Sin embargo, cuando hablamos del valor de nuestra existencia en este plano, y no aquel resultado de las opiniones del resto más la nuestra que suponen nuestra realidad —oh, Evangelion, ¿aprendí bien la lección?—, sino de la simple respuesta a la pregunta «¿quiero vivir?», o «si me dieran a escoger, ¿elegiría permanecer con vida o que me maten en este preciso instante?», quiero creer que la respuesta de la población sana es una sola: sí, quiero vivir. Y es que la vida lo es todo. Nuestras respectivas vidas lo son todo. Mientras se viva se tiene la oportunidad de cambiar lo que está mal, de proteger lo que se nos ha encomendado, de alcanzar nuestras metas, sueños, esperanzas. Mientras se viva, las opciones siempre se presentarán, y se podrá jugar con ellas, aumentándolas, reduciéndolas, simplificándolas, tomándolas. Mientras se viva se puede hacer todo —en función al tiempo—. En cambio, si mueres, no. Y ése es el principio de supervivencia. Algo contra lo cual, por muy estúpido que parezca, ha osado ir Sword Art Online en su segundo episodio. Revelando una ausencia total del sentido del absurdo, casi burlándose de los espectadores, con el único objetivo de darle peso a la dualidad juego-vida real del universo que pretenden recrear. Como si no hubiera otra manera.
Aquel que pase por alto la muerte de Diabel y siga creyendo que Sword Art Online es lo mejor de la temporada, necesita estrellar su cabeza contra la pared más cercana... ¡ya!